domingo, 5 de julio de 2009

Esta historia

de Alessandro Baricco

Dame los labios de las señoritas que se posarán sobre el cristal, dame el aliento que lo empañará –dame el latido de corazón con que se están probando la ropa, en este momento, delante de los espejos españoles a los que toda mi vida envidiaré.”

(…)
“ -¿Te gustaría dar una vuelta, muchacho?
 Último sonrió y echó un vistazo al padre. Libero Parri dirigió su mirada a Florence. Florence se arregló un mechón del pelo detrás de la oreja y dijo:
 -Si, le gustaría.
 De manera que trepó hasta el asiento, se colocó las manos debajo del culo y, para estar más alto, apretó las manos cuanto pudo.
 -¿Adónde quieres ir?¿Pasamos por delante del colegio gritando “señorita de mierda”?
 -No, quiero ir hasta el talud de Pissabene.
 El talud de Pissabene era un inexplicable cambio de rasante en medio de la llanura. Nadie sabía muy bien lo que había por debajo, pero, el campo, que durante kilómetros discurría llano como un billar, allí daba un empellón hacia arriba, para luego volver a su mutismo. Y la carretera saltaba con el mismo. Cuando Último y su padre pasaban por allí, a pie, siempre terminaban echando a acorrer, en cuanto llegaban abajo; y luego en la cima del talud, le saltaban en pleno rostro a la llanura, gritando sus nombres. Después volvían a recomponer en silencio el paso ordenado de campo, como si nada hubiera sucedido.
 -Vayamos hacia el talud de Tassabene.
 -Pissabene.
 -Pissabebe.
 -Todo recto.
 El conde D’Ambrosio metió la marcha, preguntándose que habría en ese niño que no era normal. Se acordaba de él el día anterior, en medio de aquella lluvia, agachado sobre la bicicleta, bajo el rotulo de GARAGE: por mucho que pudiera parecer absurdo, en aquel pequeño paisaje sobre todo estaba él: todo lo demás quedaba un paso atrás. De repente le vino a la memoria donde había visto algo parecido, y era precisamente en los cuadros que relatan la vida de los santos. O de Cristo. Siempre estaban llenos de gente, y todos hacían cosa que incluso eran extrañas, pero el santo era a quien uno veía de inmediato, no había ni de buscar-lo: el que entraba primero por los ojos era el santo. O Cristo. Tal vez estoy paseando en el coche al Niño Dios, se dijo carcajeando: y se volvió hacia él. Último miraba delante de él, con los ojos tranquilos, sin preocuparse por el aire o por el polvo: serio. Ni siquiera se dio la vuelta cuando dijo en voz alta:
 -Más rápido, por favor.

 El conde D’Ambrosio volvió a concentrarse en la carretera y vio el talud justo delante de ellos, absurdo y nítido, en la pereza del campo. En otras circunstancias habría aflojado el acelerador para secundar la joroba del terreno con la fuerza ligera de una inercia controlada. Con cierto estupor, se sorprendió dando gas como un niño.

 En el cambio de rasante, los 931 kilos del monstruo se despegaron del suelo con una elegancia que había sido guardada en secreto, des de siempre. El conde D’Ambrosio sintió el motor rugiendo en el vacío, e intuyo el batir de alas con que las ruedas se enroscaban en el aire. Con las manos agarradas al volante, grito con un grito de sorpresa mientras el chiquillo, a su lado, con frialdad y alegría distintas gritaba, sorprendentemente, su propio nombre, a voz en cuello.  Nombre y apellidos, para ser exactos."

Com sempre Baricco em deixa sense alè pel pur plaer de llegir-lo en veu alta. Per que aquest bombonet es per portar-lo al costat del cor i així arribi a tots els capil•lars fins a sentir que la pell se’ns eriça. Com sempre Baricco m’enamora.

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